Genshin volvió con las ropas embarradas a la cueva donde se hospedaba. Se desnudó maldiciendo la tormenta que le había sorprendido de camino a su refugio. Una tormenta inesperada, como debían de serlo todas en aquella región. A escondidas, las nubes trepaban las colinas de los alrededores y entonces se precipitaban a la vez sobre todos los pueblos del valle de Hitachi, como un ejército bien sincronizado.
«Ushibori en la provincia Hitachi» (Hokusai)
Tras reunirse con el monje del templo Ishioka, Genshin caminaba ensimismado cuando la lluvia le atacó. Desenfundó la espada creyendo que algo le atacaba, pero no podía luchar contra cientos, miles de gotas. Eran más rápidas que cualquier guerrero. O al menos, desde que despertó, Genshin no había visto a ninguno tan rápido como aquellas gotas. Así que echó a correr, chapoteó entre los arrozales, propinó un puntapié al perro que le salió al paso desde el embarcadero, buscó refugio bajo los aleros de las casas pero allí las gotas caían con más fuera en su hombro izquierdo, atravesó la aldea inundada, escaló la montaña saltando los ríos de barro.
Cada vez que volvía a tocar tierra, sus pies se hundían un poco más y nuevas manchas de barro aparecían en sus vestimentas. Agotado, tropezó. Cayeron sus espadas en una charca marrón. Tuvo que arrodillarse para encontrarlas. De nada había servido correr. Estaba empapado y había descuidado sus espadas. Algo inadmisible para un samurái. Comprendió en ese momento, removiendo el barro en busca de ambas espadas, las últimas palabras del monje. Le había visitado sin avisar.
-Sé que es una descortesía presentarme así -le dijo Genshin-, pero solo podía recurrir a usted. En esta región no hay más que ignorantes. Decían que no me entendían. Tras mucho insistir, conseguí que me dieran las señas para llegar al templo. Confío que usted pueda aclararme qué significa esta palabra: Shiroyama. No me quedan más recuerdos que esa palabra.
-Las campesinas y los pescadores -respondió el monje, levantándose de la mesa- son buenos en lo suyo, como debe ser. Cada cual destaca en la tarea que le ha sido asignada. Yo sé pocas cosas, pero incluso esas pocas cosas, de nada servirían sin el arroz y el pescado que me traen ellos. Sin comida moriría y lo poco que sé moriría conmigo. Entiendo que un samurái como tú, sin señor ni misión, debe de andar perdido. De otro modo, no habrías llegado hasta este templo sin importancia.
El monje sirvió el té con la eficiencia de quien no debería hacer algo pero lo hace de todos modos. Genshin se preguntó si también habría servido el té de haber estado allí su ayudante, al que había dado permiso para visitar a un familiar enfermo. El monje, como si supiera lo que habría de ocurrirle al samurái al salir del templo, le tendió la taza de té y dijo:
-Te vendrá bien algo caliente. Shiroyama, ¿dices? No sé si ahí tendrás la respuesta que buscas. O si querrás llegar siquiera: esa región está al sudeste, en el otro extremo del continente, pero stá a punto de empezar la temporada de lluvias y el viento sopla en esa dirección. Tendrás que seguir el camino de las tormentas. Mejor que te dirijas al norte, será más fácil para ti.
-Puedo ir, tengo dos espadas -dijo Genshin. No se las enseñó porque las había guardado en la entrada. El monje sonrió.
-Sin ellas, ¿también te consideras un samurái? ¿Y acaso sabrías usarlas a la vez? ¿Si fuera necesario? ¿Sabrías discernir ese momento de necesidad?
Genshin no respondió. En la cueva, seguía sin respuestas. Había desenfundado las espadas para defenderse de la lluvia y en su huida torpe, casi las había perdido. Era una deshonra para su clase. Desde luego, ni siquiera podía asegurar que fuera un samurái. No lo recordaba. No recordaba nada. Pero las ropas y las espadas que llevaba cuando se despertó bien tenían que significar algo. Incluso aunque ahora estuvieran manchadas de barro. Las limpió cuidadosamente y durmió un poco.
Las nubes no se habían movido a la mañana siguiente. No llovía, pero aquellas sombras negras sobrevolaban la aldea como una bandada de cuervos. Desayunó arroz frío y bajó de la montaña. Se le ocurrió que le podía pedir a uno de los pescadores que lo llevara a la ciudad más cercana. Tal como temía, a los pocos minutos empezó a llover, pero en el embarcadero no había lugar para esconderse mientras esperaba el regreso de los pescadores.
«Puente de Awate» (Hiroshige)
Pensó en pedir refugio en alguna de las casas cercanas. No había nadie. Un chapoteo le llamó la atención: uno pocos botes se mantenían firmes en el embarcadero, no notaban la crecida del río. Brotó en la mente de Genshin, como una flor tímida a la que el agua anima, un antiguo proverbio: «Cuando el agua sube, el barco sube también». Y lo comprendió.
No sabía si en el pasado lo había comprendido pero ahora sí. Los barcos, gracias a la lluvia, relucían. Madera nueva, lista para salir a navegar. Y de los arrozales llegaba la canción de las campesinas, quizá felices porque aquellas lluvias aseguraban una buena cosecha.
Por primera vez desde que despertó sin recuerdos, Genshin irguió la cabeza como las grullas antes de sobrevolar los campos, pero él continuó el movimiento para recibir la lluvia con la lengua. Y echó a andar. Despacio. Iba a mojarse, sí. Qué importaba. Si se resignaba y vigilaba sus pasos, no tropezaría. Si bien no podía evitar que llegara la temporada de lluvias, sí podía aprovechar el curso de las nubes y de los riachuelos que marcaban el camino. Los seguiría hasta Shiroyama. Tenía el eco de esa palabra en la mente, la compañía de la lluvia y dos espadas colgando de su cinto. No necesitaba nada más.
Relato escrito por Alex Pler, inspirándose en capítulos del Hagakure (Tsunetomo Yamamoto) y El libro de los cinco anillos (Musashi Miyamoto).