Hace ya más de setecientos años que tuvo lugar, en los desfiladeros de Shimonoseki, en Dan-no-ura, el último combate de la gran contienda que sostuvieron los Heike, o clan de los Taira, con los Genji, o clan de los Minamoto. En esta batalla perecieron todos los Heike, con sus niños y mujeres, e igualmente su joven emperador, recordado ahora con el nombre de Antoku Tenno. Y aquellos mares y aquellas costas han sido frecuentados sin cesar por las almas de las víctimas durante siete siglos. En otro lugar he escrito algo acerca de los rarísimos cangrejos que se crían allí, conocidos como “cangrejos heike” porque en sus lomos se dibujan fieros rostros humanos, y de los que se dice que son los espíritus de los guerreros. En aquellas costas se ven y se oyen cosas extraordinarias. Durante las noches oscuras, miles de fuegos fatuos revolotean por las playas, o se deslizan rápidamente por encima de las olas a modo de pálidas luces blanccas; los pescadores las llaman Oni-bi, o “fuegos del diablo”. Y siempre que los vientos soplan en dirección a tierra, pueden oírse grandes alaridos que proceden del mar, gritos e imprecaciones tan ruidosas, que se dirían el clamor de una gran batalla.
Cangrejo Heike.
Antiguamente los Heike eran mucho más inquietos que ahora: acostumbraban a rodear los barcos que cruzaban por las noches sus dominios, y hacían todo lo posible por hundirlos. Si lo conseguían, atacaban a los náufragos, arrastrándolos hacia el fondo del mar. Con el fin de aplacar los espíritus de estos muertos fue edificado el templo budista de Amidaji, en Akamagaseki, y al lado del edificio principal se construyó un cementerio, muy cerca del mar. En él se erigieron monumentos, poniendo en ellos el nombre del emperador ahogado y de sus heroicos vasallos. Por las almas de los guerreros se celebraban regularmente en el templo infinidad de servicios y ceremonias budistas. Tras terminar el templo y erigir las tumbas en honor de los Heike, estos ya no causaron tantos disturbios como anteriormente; pero, a intervalos, continuaron haciendo cosas raras y misteriosas, para demostrar que aún no habían hallado la paz.
En Akamagaseki vivió, hace varios siglos, un ciego llamado Hoichi, que era muy célebre por su gran habilidad en el arte de recitar poesías y de interpretar música en el biwa. Desde su más tierna infancia fue educado para declamar versos y tocar el biwa, y siendo todavía mozalbete sobrepasaba ya en destreza y condiciones a sus maestros. Como profesional de este instrumento llegó a ser famoso, principalmente por sus recitados históricos de los Heiké y de los Genji. Según cuentan, cuando cantaba las tristes y evocadoras canciones del combate de Dan-no-ura “hasta los mismos duendes eran incapaces, de contener las lágrimas”.
En los albores de su artística profesión, Hoichi fue muy pobre; pero después encontró a un buen amigo que le prestó ayuda. El sacerdote del Amidaji sentía gran fervor por la música y por la poesía. Muy a menudo solía invitar al ciego para que diera representaciones poéticas en el templo. Más tarde, grandemente impresionado por el maravilloso dominio musical que poseía el ciego, le propuso que hiciera su vida y fijase su residencia en el templo de Amidaji. Hoichi aceptó la oferta muy agradecido. El sacerdote le destinó una cámara para él solo. En pago de la alimentación y la morada, el ciego no tenía otra obligación que la de alegrar con sus canciones los solitarios atardeceres de aquellos parajes, recitando leyendas musicales y siempre que no tuviera ninguna otra cosa que hacer.
Grabado: El músico ciego Semimaru de Tsukioka Yoshitoshi.
Cierta noche, durante un verano, el sacerdote recibió aviso para ir a representar una ceremonia budista en casa de un feligrés suyo que había fallecido. Marchó acompañado de un acólito, quedando en el templo solamente Hoichi. La noche era muy calurosa, y el ciego buscó el fresco yendo a sentarse bajo el pórtico, que daba frente a su dormitorio. Desde el pórtico se distinguía perfectamente un diminuto jardín que rodeaba la parte zaguera del Amidaji. Hoichi se acomodó en aquel sitio y esperó la vuelta del sacerdote. Para distraer su soledad ensayó en el biwa algunas canciones. Transcurrió la media noche, y su protector no había regresado. Mas como el viento era demasiado sofocante aún, permaneció sentado. Poco tiempo después oyó pasos hacia la puerta trasera. Alguien atravesaba el jardín, avanzando hacia el pórtico, y se detenía frente a Hoichi; pero no era el sacerdote. Una voz profunda y sonora llamó por su nombre al trovador, y lo hizo de un modo áspero y descortés, de la misma manera que lo hacen los samuráis cuando dan órdenes a sus inferiores.
—¡Hoichi!
Éste se asustó, y durante el primer momento no pudo responder. Y la voz habló de nuevo, en tono de áspero mandato:
—¡Hoichi!
—¡Hai! —respondió el músico, temblando ante la amenaza que se adivinaba en el metal de aquella voz—. Soy ciego… y no puedo saber quién me llama.
—¡No temas nada! —exclamó de un modo más benigno el recién llegado—. Resido en un lugar cerca de este templo, y me ordenaron traeros un mensaje. Mi señor actual, que es una persona de elevadísima alcurnia, ha llegado a Akamagaseki y trae una numerosa corte de servidores nobles. Mi señor deseaba visitar el sitio donde se verificó la famosa batalla de Dan-no-ura, y hoy lo ha recorrido. Hace tiempo que oyó hablar de tu destreza en el manejo de biwa y tus dotes poéticas en los recitados de los combates, y quiere oírte. Por lo tanto, prepara el instrumento y ven conmigo ahora mismo, que vamos a la casa en que está esperándonos la augusta reunión.
En aquellos tiempos era temerario tratar de resistirse a las órdenes de un samurái. Considerando esto, el ciego se calzó las sandalias, tomó el biwa y marchó con el enviado, quien le conducía bien, pero haciéndolo ir muy de prisa. La mano del guía era de hierro, y el rechinar de sus pasos demostraba que iba perfectamente armado: quizás sería algún centinela del palacio… Y las primeras alarmas de Hoichi desaparecieron; empezó a imaginar que el suceso traería buenas consecuencias para él, pues recordaba la afirmación del samurai acerca de “una persona de elevadísima alcurnia”, y dio en pensar que el señor que tanto empeño demostraba en oírle sería, cuan menos, un daimio de las primeras clases. En aquel instante el samurái se detuvo, y el trovador supo que habían llegado a una gran puerta, y se quedó estupefacto, porque no recordaba que en aquella parte de la ciudad hubiera una gran puerta, excepto la puerta principal de Amidaji.
—¡Kaimon! —exclamó el samurai. Y se oyó desatrancar una puerta, tras lo cual, ambos pudieron cruzar al interior. Atravesaron un espacio ajardinado y se detuvieron de nuevo delante de alguna entrada.
El acompañante gritó en voz alta:
—¡Venid aquí! ¡He traído a Hoichi!
Y sonaron ruidos de pasos rápidos, de biombos que se descorrían, de balcones que abrían sus ventanas, de voces femeninas que hablaban apresuradamente. Por el lenguaje de las mujeres conoció el ciegp que debían pertenecer a la servidumbre de una casa noble; pero no pudo adivinar a qué sitio le habían conducido. Poco tiempo tuvo para hacer conjeturas. Después de ayudarle a subir varios escalones de piedra, sobre el último de los cuales le mandaron dejar las sandalias, que se quitó con gran cuidado, sintió que las manos de una mujer le guiaban a través de interminables distancias de entarimados lisos y columnatas y sobre maravillosas anchuras de pisos esterados, que debían ser las vastas extensiones de algún colosal departamento. Al llegar, percibió una gran reunión de personas, y el frufrú de las sedas evocaba el zumbido de las hojas de un bosque al soplar el viento. También oyó el mosconeo de muchísimas voces, que hablaban en tonos reposados, y por las palabras que hablaban supuso que eran gentes principales.
Dijeron a Hoichi que se acomodara en el cojín que le habían preparado, y se sentó.
Después de afinar el biwa, la voz de una mujer, que el ciego se imaginó sería la Rôjo, o directora de los servicios femeninos, se dirigió al trovador y le habló así:
—Es necesario que recites la historia de los Heike, acompañando los versos con el biwa.
Pero la recitación completa requería varias sesiones, por lo que Hoichi se atrevió a decir:
—Como la historia entera es bastante larga, ¿qué parte de ella quiere oír el augusto auditorio que va a hacerme el honor de escuchar?
La voz femenina respondió:
—Canta la que se refiere a la batalla de Dan-no-ura, que es la parte de mayor emoción.
Hoichi elevó su hermosa voz y cantó el romance del combate librado en el mar embravecido. Su biwa imitaba de un modo asombroso el ritmo de los remos, las embestidas de las embarcaciones, el aleteo y el silbar de las flechas, los gritos, las imprecaciones y el correr de los hombres, el estrépito de las espadas al chocar contra las armaduras, el ruido seco que hacían los cadáveres al sumergirse para siempre en las furiosas y encrespadas olas…
Grabado: Useugi Kenshin y el músico ciego de biwa de Tsukioka Yoshitoshi.
A un lado y a otro, durante las pausas, oía exclamaciones de alabanza por su trabajo:
—¡Es un artista maravilloso!
—¡En nuestra provincia nunca hubo un músico tan grande como este! ¡Ni en todo el Imperio hay un cantor que pueda igualarse con Hoichi!
Al darse cuenta del entusiasmo que producía, adquirió un nuevo vigor, y tocó y cantó aún mejor y con más brío que la vez anterior. Y a su alrededor se hizo un silencio de profunda veneración y respeto. Cuando, al final, empezó a describir el trágico destino de las mujeres y los niños, y la risueña muerte de Nii-no-Ama teniendo en sus brazos al emperador niño, los oyeron profirieron un prolongado grito de angustioso dolor, y desde aquel momento lloraron y gimieron tan ruidosa y desesperadamente, que el ciego tembló al considerar la violencia de la pena que había causado en los circunstantes. Los gemidos y los sollozos continuaron durante bastantes minutos. Poco a poco dejaron de oírse los ecos de las lamentaciones. Y de nuevo, en medio del gran silencio que siguió después, Hoichi oyó a la que él creía la Rôjo:
—Aunque ya habían llegado a nuestro conocimiento que eras un diestro tocador de biwa y sin igual en el arte de recitar, jamás pudimos suponer que fueras tan habilidoso como ahora has demostrado serlo. Nuestro augusto señor está muy complacido de ello, y desea conferirte una recompensa digna de tus grandes méritos. Pero quiere también que vengas durante seis noches seguidas, al transcurrir las cuales piensa regresar al palacio. Mañana, y a la misma hora, deberás regresar. El criado que hoy te ha conducido hasta aquí te irá a buscar. Hay otro asunto del que debo informarte: durante el tiempo que nuestro augusto señor permanezca en Akamagaseki no hablarás absolutamente a nadie de tus visitas a esta casa. Nuestro gran señor viaja de incógnito y ha mandado que no se haga pública su estancia. Y ahora eres libre de regresar al templo.
En cuanto Hoichi dio las gracias por la atención recibida, una mano delicada y juvenil le condujo hasta la entrada de la casa, y desde allí le llevó de vuelta al templo. Ya en el pórtico se despidieron, y el samurai desapareció.
Cuando regresó el ciego casi despuntaba ya la aurora; pero no se notó su ausencia, porque el sacerdote había vuelto muy tarde y le creyó durmiendo. Durante el día, Hoichi descansar. Tal como le habían indicado, nada dijo de su fantástica aventura. Al llegar la siguiente noche, el mismo samurái vino a buscarle. En la reunión obtuvo el mismo gran éxito de su recital anterior. Pero durante la segunda visita advirtieron su ausencia del templo a causa de una circunstancia fortuita. Al regresar por la mañana, lo llevaron ante el sacerdote, el cual, en tono cariñoso, le dijo:
—Mi querido amigo Hoichi: hemos estado intranquilos. Salir tú solo a tales horas, ciego como estás, es muy peligroso. ¿Por qué no nos lo has dicho? Hubiera ordenado que te acompañaran. ¿Dónde estuviste?
El músico de un modo evasivo, respondió:
—¡Perdonadme, cariñoso amigo! Tenía que arreglar varios asuntos particulares. No puedo hacerlo a otra hora…
La reticencia de Hoichi causó más sorpresa que pesar en el ánimo del buen sacerdote. No le parecía natural, y sospechó algún extravío. Se imaginaba que el ciego había sido embrujado o alucinado por los malos espíritus. Nada más le preguntó; pero hizo llamar a sus criados y les comunicó órdenes secretas para que vigilasen los movimientos de Hoichi, siguiéndole si volvía a dejar el templo al llegar la próxima noche.
Y en efecto, el músico fue visto al salir del templo. En seguida, los sirvientes encendieron sus linternas y se dispusieron a seguirle. Pero la noche era oscura y muy lluviosa, y antes de que ellos pudieran llegar a la carreterar ya había desaparecido el trovador. Evidentemente, había caminado muy de prisa, y esto era una cosa bien extraña, teniendo en cuenta su ceguera y el pésimo estado del camino. Los criados cruzaron con rapidez calles y más calles, preguntando en todas las casas que acostumbraba a visitar Hoichi; pero no supieron darles noticia alguna.
Regresaron al templo siguiendo el camino de la costa. Y de repente quedaron asombrados al oír los acordes de un biwa que sonaba de un modo furioso en el cementerio del Amidaji. Exceptuando algunos fuegos fatuos, cosas usuales en estos parajes, y más que nunca en las noches tormentosas, todo era oscuridad en aquella dirección. Se apresuraron a entrar en el cementerio. Y por medio de las linternas que llevaban pudieron descubrir a Hoichi. La lluvia caía incesante sobre él. Estaba solo y, sentado delante de la tumba inmemorial de Antoku Tenno, rasgueaba con gran pasión las cuerdas de su biwa y al mismo tiempo cantaba desaforadamente los versos de la batalla de Dan-no-ura. Y detrás de él, y delante, y a su alrededor, ardían las llamas espectrales de los muertos, y parecían velas mortecinas, aunque no despedían luz, porque estos fuegos no proyectan resplandores sobre las superficies. Jamás ningún huésped de Oni-bi se presentó a la vista de un ser humano con mayor grandeza evocativa.
—¡Hochi-San! ¡Hoichi-San! —gritaron los sirvientes—. ¡Hoichi-San!
Pero el ciego pareció no oírles. Golpeó vigorosamente su instrumento y repiqueteó el biwa con gran fuerza, y a cada instante cantaba con más brío y con más nerviosidad la canción de la batalla.
—¡Hoichi-San! ¡Hoichi-San! ¡Venid con nosotros!
Pero él respondió, con malos modos:
—¡No puede tolerarse el que me interrumpáis de una manera tan desvergonzada estando delante de una reunión de tan ilustres personas!
Al escuchar esto, y a pesar de lo terrorífico del caso, los sirvientes no pudieron contener la risa. Indudablemente estaba embrujado. Se sentaron a su lado, y después de grandes trabajos lograron llevarle al templo, donde le despojaron de sus vestidos, que estaban empapados de agua. Por mandato del sacerdote le hicieron comer y beber. Después le exigió una explicación completa acerca de las causas de su fantástica conducta.
Hoichi dudó largo rato entre hablar y callarse; pero viendo que su conducta tenía realmente alarmado al buen sacerdote, decidió explicarse con claridad. Y refirió todo lo que le había ocurrido desde la noche en que recibió la primera visita del samurái.
El sacerdote le dijo:
—¡Hoichi, mi amigo Hoichi! ¡Te encuentras en un gran peligro! ¡Qué desgracia! ¿Por qué no me lo has dicho antes? Tu maravillosa destreza en el arte de la música te ha llevado ciertamente a un extremo bien lastimoso. Y ahora es preciso que sepas que no has estado visitando ninguna casa, sino que pasaste las noches entre las tumbas de los Heike. Cuando te vieron los sirvientes estabas delante de la tumba inmemorial de Antoku Tenno. Todo lo que has imaginado no era más que una ilusión de tus pensamientos, excepto la llamada de los muertos. Pero, por haberlos obedecido una vez, estás voluntariamente en su poder. Si los obedeces de nuevo después de lo que ya ha ocurrido, destrozarán tu cuerpo, haciéndote pedazos. En cualquier caso terminarán por asesinarte. Me es imposible acompañarte esta noche. He recibido aviso para ir a prestar un servicio religioso. Pero antes de irme haré lo necesario para proteger tu cuerpo escribiendo textos piadosos sobre él.
A la hora del crepúsculo, el sacerdote y su ayudante desnudaron al trovador, y, valiéndose de unos pinceles, le trazaron en el pecho, en la espalda, en los labios, en las manos y en las piernas, en fina, hasta en las plantas de los pies, el texto piadoso del sutra llamado Hannya-Shin-Kyo. Cuando terminaron esta operación el sacerdote dijo a Hoichi:
—Esta noche, poco tiempo después de que yo marche, te irás a sentar en el pórtico, y esperarás allí. Probablemente vendrá una voz y te llamará; pero, ocurra lo que ocurra, no contestes ni te muevas. Seguirás sentado y sin hablar, meditando. Si te agitas o haces algún ruido, serás partido en dos trozos. No temas nada, ni tampoco intentes pedir ayuda, porque ninguna ayuda humana podría salvarte. Si cumples todas las instrucciones según te las doy, el peligro desaparecerá y no tendrás nada que temer de aquí en adelante.
Llegada la noche, el sacerdote y su acólito salieron; Hoichi fue a sentarse en el pórtico. Dejó su biwa en la tarima, y, adoptando una actitud reflexiva, permaneció enteramente quieto, cuidando de no toser ni respirar de un modo perceptible. Así transcurrieron varias horas.
Hasta que al fin oyó ruido de pasos que se acercaban. Sintió cruzar la puerta, hacia el jardín, y notó que se aproximaban al pórtico, deteniéndose frente a él.
—¡Hoichi! —gritó la voz profunda. Mas el cieguecito contuvo su respiración y quedó inmóvil.
—¡Hoichi!
Pero el cantor seguía mudo y tan silencioso como una piedra. Y la voz gruñó sordamente:
—¡No contesta! ¡Nunca ha hecho eso! Veamos dónde está…
Se oyó el ruido acompasado de unos pies que subían hacia el pórtico y se detuvieron cerca de Hoichi. Durante varios minutos reinó un silencio de muerte. El músico sintió que su cuerpo se estremecía y que su corazón latía desordenadamente. Por último, la ruda voz susurró en los mismos oídos del ciego:
—¡Aquí está el biwa! Pero del trovador no veo más que sus dos orejas… ¡Ahora ya entiendo por qué no contestaba! No puede hablar porque no tiene boca; de él no han quedado más que las dos orejas. Debo llevar estas orejas a mi señor para demostrarle que su augusta orden ha sido cumplida en lo posible.
Ilustración de autor desconocido sobre Hoichi el desorejado.
En aquel instante Hoichi sufrió un profundo dolor: algo le atenazó las orejas y… ¡zas!, se las arrancó. No profirió el menor grito. Oyó pasos que retrocedían, después caminaban a lo largo del pórtico, bajaron al jardín, salieron a la calle, y enseguida dejaron de escucharse. De ambos lados de la cabeza del trovador manaba la sangre en abundancia, y sintió un cálido goteo, pero no se atrevía a levantar las manos.
El sacerdote regresó antes de salir el sol. Fue directamente hacia el pórtico, y se detuvo, pues había resbalado sobre algo viscoso, y gritó horrorizado. Con la luz de su linterna acababa de observar que la viscosidad era un gran chorro de sangre coagulada. Encontró a Hoichi, sentado y meditando, tal como le había ordenado al marchar. De sus heridas seguía cayendo la sangre.
—¡Pobre, pobre Hoichi! —gritó aterrado el sacerdote—. ¿Qué es esto? ¿Estás herido?
Al reconocer la voz de su amigo, el músico se sintió en salvo. Y rompió en sollozos desgarradores. Y le refirió el terrible suceso nocturno.
—¡Pobre, pobre Hoichi! ¡Y ha sido culpa mía! Por todas las partes de tu cuerpo había puesto infinidad de textos sagrados… ¡por todas partes menos en las orejas! Confié a mi acólito el que hiciera esa operación, y ha sido mi falta el no haber inspeccionado la forma en que lo había hecho. ¡Pero ya no tiene remedio! Solamente nos queda tratar de curar tus heridas del mejor modo que esté a nuestro alcance. ¡Ánimo, querido amigo! Ya pasó el peligro y no volverás a recibir la visita de aquellos fantasmas.
Con la ayuda de un buen médico, Hoichi se curó pronto de sus heridas. La historia de su escalofriante aventura se divulgó por todas las regiones vecinas, otorgándole gran fama al valiente trovador. Centenares de nobles viajaban a Akamagaseki solo para oírle cantar. Admirados por su talento con el biwa, muchos le ofrecían cuantiosos donativos, y así Hoichi llegó a ser un hombre de gran fortuna. Desde entonces se le conoció por el apodo de Mimi-Nashi-Hoichi, “Hoichi, el músico desorejado”.
Leyenda japonesa narrada por Lafcadio Hearn en su libro «Kwaidan», publicado por Siruela. Extraído y adaptado del texto según aparece en Go Ediciones.